Alfredo Lazzari, Juan del Prete, Alfredo Guttero, Fortunato Lacámera, Benito Quinquela Martin, Eugenio Daneri, Miguel Diomede, Víctor Cúnsolo, José Luis Menghi, José Arcidiácono y Miguel Carlos Victorica fueron algunos de los pintores que vivieron en La Boca en ese tiempo. Cada uno plasmó en la tela su estilo pictórico: algunos, como Diomede, eran de origen muy humilde; otros, como Victorica, habían nacido en familias acaudaladas; Lacámera y otros nunca salieron del barrio; Guttero llegaba glorioso de Europa… Pero todos tenían en común un amor por la pintura que iba más allá de las modas que se vivían en el centro de la ciudad.
Para entender la razón que llevó a estos artistas a instalarse en los alrededores del Riachuelo, quizá sirvan las palabras de Victorica: “En este lugar en que todo respira vida, se tiene un desprecio por todo lo innecesario. Aquí todo es útil. En vez de irme a un bar del centro, tomo un vaso de vino en una fonda, entre ladrones, y ello es una experiencia maravillosa, con matices únicos y desgarrados.” No había en su arte lugar para artificios: el arte estaba en esas calles, entre los burdeles de mujeres fáciles, los antros de milonga y ginebra.
El exquisito escritor argentino Isidoro Blaisten describió ese tiempo como nadie: “Y es así como, entre la bohemia y el rigor formal, nace lo que se ha dado en llamar la Escuela de La Boca: una suma de individualidades que no da como resultado un todo homogéneo. Todos pintan el mismo paisaje, todos miran hacia el mismo lugar, pero todos ven cosas distintas. Los artistas de La Boca fueron únicos, lucharon contra un medio hostil y una crítica displicente. Nunca fueron esclavos de la moda y siempre prefirieron el trabajo a la queja. Algún día, alguien se dará cuenta de que gran parte de la mejor tradición argentina en pintura nace en la Escuela de La Boca, de esos artistas que vivían a la vuelta de la esquina, esa gente sencilla, con esa dignidad de maneras, que poblaron un tiempo despacioso y limpio.”