La tarde del 20 de diciembre de 2001, Ricardo Longhini escuchaba radio Colonia en su taller de La Boca: ni noticias de lo que pasaba. Entonces tomó un colectivo al centro, quería ir al cine. Encontró otra película: la Plaza de Mayo disputada por manifestantes, la guardia de Infantería, una nube de gases lacrimógenos y autos de civil a 120 kilómetros por hora. Desde el bar Británico vio pasar el helicóptero que se llevó a De la Rúa. Después caminó por Defensa hasta Plaza de Mayo y, de ahí, a la 9 de Julio. El escenario desolado de la batalla: algún carro de asalto y la calle inundada por 10 centímetros de baldosas rotas. En diez cuadras, Longhini se llenó los bolsillos de perdigones de goma, esquirlas de plomo, restos de granadas. Y bolitas; encontró infinidad de bolitas de vidrio en los bordes de las alcantarillas. No funcionaron con la policía montada. Sirven sólo en épocas de adoquines. En una bolsa amarilla guardó todo. Volvió a su casa y recién al día siguiente abrió la bolsa. Entre el botín, que desplegó sobre la mesa del taller, había dos cartuchos de escopeta sin usar, todavía cargados. Así lo encontró el cineasta Alejandro Fernández Mouján. “¿Querés que te filme?”, le preguntó. Así nació el documental Espejo para cuando me pruebe el smoking. El título casi fue otro: Contingencias, la palabra escrita en la bolsa donde Longhini juntó los restos del desastre.
Ahora esos restos forman parte de una obra, Argentinitos: 20 de diciembre de 2001, que cuelga en una sala del Centro Cultural Recoleta. Casi una bandera. Dos frentes y en el centro un sol de cascotes con un rayo escombro por cada muerto. Todo alisado por pavimento. También hay otras “visiones” del escultor. Columnas de huesos coronados por una pequeña cabeza con tres enormes colmillos: Retrato de JRV (Jorge Rafael Videla). El horizonte campestre asaltado por un ombú, sembrados de alambre de púas, césped de clavos y un sol-sierra; Pampita... ¿argentina? Lo que queda de una columna del edificio de la AMIA. También el vacío de las Torres Gemelas y Palestina.
Entre una y otra escena, una película, casi un documental. O la bisagra que reúne una obra y una vida. En la cámara de Mouján, Longhini ajusta, tuerce, olfatea, martilla, suelda. También pasea a su perra Sasha y trepa a una montaña de huesos al borde del Riachuelo. Nunca un taller de un artista fue tan literalmente eso: un taller. Y nunca un artista se pareció tanto a un obrero. Y su obra a una especie de dogma, nunca del todo formulado, de una ética del rejunte. Una obra montada a partir de los desperdicios, de materiales sublevados, de lo que queda suelto, de las ruinas de una historia.
Longhini siempre juntó cosas. Nació en 1949 en Temperley y creció entre conventillos y fábricas. Su padre era carpintero y su madre empleada doméstica. Se acostumbró a caminar hurgando el suelo, rescatando bulones y tornillos viejos. Estudió grabado, escultura y talla en las escuelas de Arte Manuel Belgrano y en la Prilidiano Pueyrredón. Con un busto anónimo que encontró en la basura, en 1972, armó una obra profética: clavos en los labios y gritos dentro del yeso. Tiempo después fue un mural de chapa oxidada que mostraba el secuestro de Felipe Vallese y la lista de perpetradores. La obra fue destruida por los militares. Longhini se mudó a la calle California y siguió juntando cosas. “45 milímetros, 9 milímetros, 22 milímetros”: Longhini examina las esquirlas de balas que encontró en el jardín de su casa. También encontró una pipa. Para fumar pasta base. “Es un tubo de sifón descartable, papel de cigarrillo y un hilo. Es una obra muy ingeniosa, muestra mucha capacidad de síntesis”, dice. Le sumó candados violentados que también encontró por el barrio y con todo montó Democracia Argentina. 1983/2005. Tres compartimientos y una leyenda, acasofamiliar: “Con la democracia se cura” (balas), “... se come” (pipas), “... se educa” (candados).
Longhini dice que su forma de trabajo es como un perro. Que da muchas vueltas antes de acostarse. También que trabaja inducido por las cosas de su entorno. Meteoritos y sideritos boquenses: “Lo que cae del cielo en mi barrio: piedras y bulones”, dice. En su barrio hay talleres y aserraderos en desuso. Desde la terraza se ve el Riachuelo. “Es un barrio pobre, sucio, lleno de hambre y de afectos. Muy particular, pero si comprendés, no es difícil llevarte bien. Acá hay gente que no tiene baño, que tampoco puede ir a los bares porque hay que consumir, y que entonces caga en una bolsa de plástico. Hay que respetar; hay que hablarle al tipo más lumpen igual que a un ministro. Si comprendés eso, es fácil.”
La rebelión de los materiales. Así como Longhini defiende la historicidad trágica de los materiales con los que trabaja, también así los sufre. En 2002, Argentinitos comenzó a desplomarse. El pavimento no resistió la verticalidad, ni el foco de la luz de la sala que la exhibía, y el asfalto comenzó a desprenderse en bloques negros. El film muestra al escultor recorriendo dependencias en busca de la bolsa donde alguien guardó un pedazo de asfalto caído. O trepado a una escalera, entre el público indiferente de la sala, tratando de remendar con silicona. No funcionó. Hubo que desarmar todo y volverlo armar. Más meses de trabajo. Nuevamente en el taller, Argentinitos cobró otro poder.
Longhini no tiene árabes en su familia pero profesa una extraña adoración por Palestina. En 2001, una pesadísima escultura de quebracho y acero fue premiada en la Bienal Internacional de El Cairo, Egipto: A mi generación de argentinos. Regresó al año siguiente con otras dos obras. Como la embajada no cubrió los gastos de envío las despachó como equipaje. Una es una caja-valija: 55 astillas de hueso de cordero que evocan el sacrificio y 55 semillas mutiladas de olivo para señalar el crimen ecológico del ejército israelí. Pasó la aduana suiza con un cuero de oveja debajo del brazo. En el interior se lee “El fracaso de la memoria humana” y hay dos fotos: un niño judío apuntado por tropas nazis en 1943 y un niño palestino asesinado por el ejército israelí en el 2000. De víctimas a victimarios. Las tres obras se exhiben en el Recoleta.
Espejo para cuando me pruebe el smoking es un gran título para un film. Que sólo se entiende hacia el final. Longhini sostiene una canilla remendada frente al espejo. “Es la llave de paso del agua que va de la calle al taller. Voy a colgarla del espejo para que cuando me vaya muy bien y tenga mucha plata me recuerde cómo empezaron mis días en este taller. Quiero que esté siempre, que cuando me pruebe el traje me recuerde quién soy. Para que no me la crea.” Un recordatorio tal vez innecesario para el escultor de la calle California.
Democracia argentina y El fracaso de la memoria humana, los dos capítulos de la muestra de Ricardo Longhini, se pueden ver hasta el 30 de octubre en el Centro Cultural Recoleta (Junín 1930).
Espejo para cuando me pruebe el smoking, de Alejandro Fernández Mouján, se exhibe en el Complejo Tita Merello (Suipacha 442).